He llegado muy temprano a recoger mandarinas,
el sol amaneció tibio después del gran temporal,
la tierra aún se siente fresca, las camelias florecidas,
las libélulas se agitan y hay charcos para jugar.
Todo parece más limpio, los árboles más lustrosos,
los pájaros más contentos y no paran de cantar,
sin embargo yo presiento que me miran de reojo,
cada vez que tomo un fruto mi piel se empieza a erizar.
Yo sospecho que me miran escondidos en las sombras,
ni por un instante pienso que me dejan de observar,
es por eso que regreso cautelosa hacia mi casa
y al pasar cerca del bosque apresuro el caminar.
Otra vez traigo mi cesta sedienta de fruta fresca
con mi valor renovado pero sin exagerar,
hasta que al fin en las ramas vi un ojo que se movía
y del susto caí al suelo haciendo un berenjenal.
Lentamente y como pude, con el orgullo en pedazos
me acerqué tímidamente a la visión fantasmal
y asustado y pequeñito con su colita enroscada,
un camaleón amarillo que solo quería jugar.
Una rama de naranjo me sirvió para atraparlo,
se subió muy perezoso, no quería caminar.
Lo coloqué en mi canasto para llevarlo a mi casa
pero a mitad de camino ya no lo pude encontrar.
El muy bandido atrevido sin saberlo había subido
a mi sombrero florido sin poderlo yo notar,
fue cambiando sus colores y copiando al de mis flores,
nunca lo podría encontrar.
Ahora ya no siento miedo cuando paso por el bosque,
vamos juntos y jugamos a su juego preferido,
él se esconde, yo lo busco y aunque me suele ganar
muchas veces se aparece con un brillante vestido,
él es mi mejor amigo, me está dejando ganar.
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