Quieta..., extrañamente inerte; apenas un zumbido de abejas simulaba un aliento.Casi escondida entre adelfas y castaños, hiedras y rosales, más que belleza figuraba un espanto.
A veces se prendían helechos por mis manos. Un gran liquen celeste en mi rostro parecía una costra a punto de despegarse. Era la vida después de la muerte, la naturaleza aferrándose a mis huesos, un intento de transfundir su savia en la delgadez inescrupulosa de un difunto.
A fuerza de insistencia, a veces renacía entre el hierro y la argamasa o entre bronces oxidados intentando que mi piel oliera viva. El musgo en los ladrillos se volvía esmeralda al temblar del rocío.
Esa noche dejé mi pedestal y bajé a tierra, bailé en el torbellino de la brisa de octubre y una rosa amarilla se enredó entre mi pelo y supe al fin que sola, sin tu ayuda, podría volver a ser de carne y hueso.
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